viernes, 23 de mayo de 2014

Escribiendo

Dicen que todos los que escribimos somos en cierta manera vagabundos, almas atormentadas que dan tumbos por páginas blancas y vacías, inertes.

Pero escribir no es algo que puedas elegir, no es comprarte unos zapatos, o dejar un trabajo, escribir es caer y seguir cayendo, esperando que llegue un punto en que sólo puedas levantarte.
Es hablar y reflexionar, revolver y enredar dentro de ti y esperar que a veces, si por alguna locura transitoria dejamos que otro lo lea, no nos juzgue demasiado.

A veces, en un exceso de vanidad esperamos incluso entrar en sus mentes, invadir sus vidas, zarandearlas, acariciarlas, qué más da, hacerles sentir que no están solos, que compartimos sus mismos demonios y sentimos sus mismos ángeles.

Una vez, en un libro, la ética de cuyo autor podría cuestionarse, encontré una frase de uno de mis filósofos preferidos, Jean-Paul Sartre, decía así:
“El escritor tiene como primer deber provocar el escándalo y como derecho imprescriptible escapar a sus consecuencias”
Escribimos para provocar, lo que sea: amor, tristeza, miedo, asco, rabia, indignación, felicidad.
No nos importa, es lo de menos, pero necesitamos profundamente hacerlo. Vagar, trepar, resbalar. Y caer.
Necesitamos perdernos en cada página, y encontrarnos quizás, con mucha suerte, o mucha desgracia, cierta vez.

Puede que vivas cruzando los dedos para no encontrarte jamás, que escribas para evadirte de ti mismo, o puede que necesites encontrarte como necesitas el aire para seguir intentándolo.
Lo mejor de todo ello es que cuando escribes algo en un papel, deja de ser tuyo y pasa a ser de todos, te alejas, y ya no lo miras, porque de golpe y sin precedentes, lo ves.
Letra por letra, una palabra y no otra, porque si, porque me apetece, porque suena bonito, porque suena bien. Te sientes Dios porque de la nada podrías si quisieras inventar el mundo y hacerlo añicos en la línea siguiente, así, casi sin querer.
Puedes dibujar ciudades y enamorar a personas que ni siquiera existen. Hacer que alguien llore por algo que tú inventaste, que ría, que se emocione.
Y por un momento, sólo por un momento, que alguien, en algún lugar del planeta, se sienta la persona más afortunada del mundo, la más especial, única, sólo por haber encontrado su pedacito de cielo en una página que pronto quedará en el olvido.

Dicen que un escritor nunca olvida el día en que sus palabras tienen un precio y sus historias un elogio.
Nunca olvida el dulce veneno de la vanidad y cree, que si consigue que nadie descubra su falta de talento, la literatura le dará lo que más anhela, que alguien, estuviera donde estuviera y creyera en lo que creyera le recuerde como una luz que le hizo sentir más allá de la propia pérdida y del precio, alguien que le recordó el valor de alguna de esas cosas que nunca son cosas.

Gracias

Gracias. Por todo y por nada. Por todos los días y por ninguno en concreto. Por ser, y estar.
A veces, hay que decir adiós para quedarte. Gracias. Por llevarme a ese lugar, por romper las barreras, por derribar los muros, aunque acabaras levantando algún otro.

Llegaste en pleno enero, desafiando el frío, trayendo arrastras la pobre primavera.
En algún momento debí perder la razón, pues las oscuras nubes desaparecieron y solo me quedaba una tarde de jueves y la imagen de esa botellita de cristal en el mar, lejos. Supongo que ellas iban dentro. Hasta nunca, por siempre.

Acostumbrada a páginas gastadas llegaste con un libro en blanco, ingenuo, genial.
El olor del papel evidenciaba esas locuras de las que salimos y en las que entramos con exceso y sin reparo.

Recuerdo una luz, y el dibujo de una sonrisa taquicárdica, tu aliento desdibujando algún cuerpo que espero fuera el mío y sentirme extrañamente perdida por un momento, esperando los subtítulos.
Puede que me cogieras la mano y me mirases como se mira cuando se quiere decir todo sin palabras. Puede que incluso ese viejo truco funcionara y que nos echáramos a reír de la gente que cree en esas tonterías. Aunque también puede que no dijeras absolutamente nada.

Eco

Extraño, como un incómodo cruce de miradas por el retrovisor. Ni siquiera sé si existes. Eres sólo un susurro impertinente.
Esa clase de miseria que atrapa a los insensatos, que los ahoga y se disuelve, sin dejar pruebas del crimen.
En lo más profundo, supongo, no soy tan diferente a ti. Yo también sueño, también anhelo algún tipo de existencia errante.

En cierto modo, reto a la nada con la peor excusa que encuentro, sólo para que sepa que soy mejor que ella.  Y si te miro, es porque alguna parte de ti sigue siendo éste yo que ahora escribe.
Nadie ha dicho que tenga que ser algo bueno o bonito, pero te aseguro que nada de esto sale barato.
Siempre supe que acabaríamos perteneciendo a los días que no llegaban. Ya sabes, esos lugares, a los que, al final, nunca se acaba yendo.

Con suerte habrán dos o tres tormentas más, pero probablemente no de las que un loco recitó una vez. Haz algo por mí, aunque no veas el relámpago, recuerda que puedes salvaguardar su eco.
Y ahora, olvida todo esto. Porque igual no te estoy mintiendo, pero tampoco te estoy diciendo la verdad.